Febrero. Nieve, unos graditos bajo cero y días que se van alargando poquito a poco, minuto a minuto. Hoy haces un año y cuatro meses, tesoro. No sé cuánto mides ni cuánto pesas, pero una cosa está clarísima: ¡ya no eres un bebé! Lo digo con una nota de orgullo pero también con una chispa minúscula de recelo, de angustia casi, con la inseguridad de quien no sabe bien en qué se ha metido. Jeje. Decir que ser madre es difícil es como decir que en Finlandia nieva a veces. La diferencia entre tener un bebé, una cosita que necesita cuidados, cariño, comida y sueño y ya está, a tener una personita hecha y derecha que piensa, que se expresa, que pregunta, que lo copia todo y que tiene al mundo por delante, esa diferencia es enooorme. Y me encanta. Me encanta esta fase, como me han encantado todas las anteriores, sí. No, mentira: ¡esta me encanta todavía más!
Me encanta cómo a cada oportunidad te pones a subir y a bajar cualquier escalón que encuentres. Primero lo hacías gateando, luego cogiéndome de la mano o agarrándote a la barandilla, y ahora ya lo haces sin ningún tipo de ayuda ni apoyo, siempre que los escalones sean bajitos. Esa tenacidad que tienen los niños para practicar y practicar hasta conseguir algo es conmovedora. Te has empeñado en conseguirlo, ¡y lo has conseguido! Hasta me has inspirado a volver a ensayar con el piano, fíjate.
Otra cosa que me encanta es que, aunque todavía no digas más que unas palabras, entiendes todo lo que te decimos. Y eres tan lista para entender por dónde andan los tiros que más de una vez me he quedado boquiabierta. En cualquier situación basta con explicarte las cosas y decir por qué motivo se hace esto u otro, y tú nada, te atienes a lo que hay así, sin más.
Aquí estás, mi Julia trepadora, haciendo una de las dos cosas que te chiflan en los parques: subir la escalera al tobogán y bajar ¡a toda velocidad! La otra es columpiarse, cómo no.
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